miércoles, 23 de enero de 2013
CESAR MANRIQUE
Hace veinte años, César Manrique, el artista que reinventó Lanzarote, salió de su casa en Tahiche, convertida ya entonces en la sede de su fundación, se subió al coche grande que conducía y se dispuso a caminar hasta Haría, al norte de la isla, donde dos años antes había fabricado una casa rodeada de silencio y de palmeras. Eran las dos de la tarde. Al entrar en el cruce que le daba acceso a la carretera, un automóvil cuya llegada él no advirtió arremetió contra su carrocería y acabó con su vida.
César había nacido en Arrecife en 1919. Fue pintor, intentó la aventura de Nueva York cuando el arte tenía allí su destino y su frontera, pero un día de primeros de los años 60 volvió a la isla urgido por una pasión: quitarle a Lanzarote la maldición de la pobreza, convertir su belleza oculta en una obra de arte. Consiguió la complicidad del presidente del Cabildo isleño de entonces, Pepín Ramírez, y comenzó, con él, a descubrir algunos de los lugares que luego fueron muchas de las maravillas que él acondicionó para que fueran tesoros públicos de la isla que reinventó. En primer lugar, la Cueva de los Verdes y los Jameos del agua.
Desde entonces, ayudó a arquitectos a tratar la isla con extrema delicadeza, él mismo se puso a la tarea de acondicionar espacios dejados de la mano de Dios (como los volcanes de Timanfaya), y creó una especie de libro de estilo que fijó en Lanzarote algunas líneas rojas que nadie podía cruzar. Era una isla, pero él la trató como una obra de arte, como su gran pintura o como su gran escultura. Su casa, fabricada en cuevas volcánicas que él descubrió en Tahiche, en el municipio de Teguise donde luego encontraría la muerte, fue uno de los emblemas de ese territorio que él convirtió, a su manera, en una especie de paraíso que él defendió, mientras vivió, como si estuviera en guerra permanente contra los bárbaros que trataban de llenar la isla de carreteras y autopistas que iban a inundar de automóviles el espacio de una isla que él consideraba milagrosa.
En medio de esa guerra, que lo llevó a ir contra todos, contra las autoridades, aún las más altas, porque consentían el maltrato del paisaje, César Manrique buscó, poco después de cumplir los setenta años, una cierta paz, un lugar donde pasar el tiempo que le quedaba; quería ir dejando en manos de otros (en manos de su ahijado, Pepe Juan Ramírez, hijo de Pepín, presidente de la Fundación César Manrique desde que murió el artista) la gestión más inmediata de sus obsesiones medioambientales, y se fue a vivir a una casa en Haría, al norte de la isla, en medio de un palmeral que incrementa el aire de silencio que domina esa zona y que él quería para regresar a la pintura y al sosiego, sus pasiones de los últimos tiempos. Esa paz le duró dos años, hasta que aquel automóvil segó su paso y él pasó a ser una leyenda gracias a la cual los depredadores que él denunciaba no han podido acabar, aún, con el Lanzarote que él había soñado en Nueva York.
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