jueves, 6 de abril de 2017

Eduardo Vicente




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Eduardo Vicente (1909-1968) emerge del fondo de un tiempo que se nos antoja remoto. Para el artista, como para tantos españoles, la posguerra no fue menos difícil que la guerra: sobrevivió a duras penas, gracias a José María de Cossío, que le dio trabajo como ilustrador taurino para la editorial Espasa-Calpe, y a Eugenio d’Ors, con quien creó la Academia Breve de Crítica de Arte y que le llevó a la galería Biosca y le presentó al Primer Salón de los Once (junto a él, María Blanchard, Olga Sacharoff, Foujita, Grau Sala o Manolo Hugué). Pronto se forjó una discreta reputación como pintor de Madrid y sus alrededores. Aquí están sus escenas de arrabal con las farolas desvencijadas, junto a los descampados y, más allá, sus paisajes del yermo castellano, bajo cielos casi siempre nublados. Vicente fracasa rotundamente cuando intenta lo retórico, por ejemplo, en la absurda perspectiva de el Monasterio de El Escorial, y triunfa, en cambio, cuando aborda lo cercano y familiar, como en su vista de Arganda (1948). 

Con un trazo rápido y vivo que recuerda casi al Constantin Guys, elogiado por Baudelaire, capta los bailes populares, las tabernas y cafés, y todos sus tipos callejeros: el vagabundo, la prostituta, el mozo de cuerda, la flamenca, el fotógrafo. Pero más allá de esta crónica de la vida de la calle, su pintura celebra la intimidad. Por ejemplo, en la conversación de una pareja sentada en el Café Gijón (del que el pintor era cliente habitual). La intimidad lírica de sus rotundas figuras femeninas, mujeres desvestidas junto al balcón abierto, de erotismo nada velado, acariciadas por una luz suave y mate a un tiempo.



En los paisajes de Eduardo Vicente y en ciertas figuras hay evidentes ecos de Goya, si Goya puede llegar a ser descolorido y leve. A fuerza de hacerse indefinida y borrosa, su pintura se acerca a veces a la abstracción, como en ese campo castellano visto desde el aire, fechado en el año 1958. 



Después, en la última década de su vida, la calidad declina visiblemente; la pincelada se hace más suave, algodonosa, y los temas, más afectados, un poco de postal cursi. Pero antes de la decadencia final, Vicente había pintado cuadros, como esas dos espléndidas ventanas abiertas ante el paisaje, que bastan para justificar toda su obra.



El Cultural

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