miércoles, 16 de abril de 2014

Joaquim Vancells






Rescato un precioso artículo de  Josep Casamartina I Parassols-publicado en EL PAIS en 2003



La melancolía de Joaquim Vancells


La belleza, en su máximo esplendor, no siempre va necesariamente unida a la alegría. Los tangos de Osvaldo Pugliese son muy tristes, quejumbrosos hasta la médula, pero quizá sean los más hermosos que se hayan interpretado jamás. A la pintura de Joaquim Vancells (Barcelona 1866-1942) le ocurre algo parecido, cuanto más triste se pone, en más hermosa se convierte. Vancells se hizo artista a la sombra del crepuscular Modest Urgell y de sus célebres cementerios desolados; a la vez, también creció a la sombra de Carlos de Haes y sobre todo de su alumno aventajado, el leridano Jaume Morera, del que tomó la veneración casi sacrílega por las montañas, identificando la imagen de Dios con la de la tierra. Pero da la casualidad de que Vancells nunca llegó a ser discípulo de Urgell, ni de De Haes ni de Morera -que estaban en Madrid-, sino que sacó buen provecho de sus enseñanzas porque éstas debían de estar en el aire, pues su formación fue parca y casi autodidacta.



Como hizo Morera con el monte Guadarrama, Vancells fijó su tema en la montaña de Sant Llorenç del Munt, justo al lado de Terrassa, la ciudad en la que se había instalado con su familia y donde se convertiría en un agente cultural de primer orden. Sus grandes hallazgos pictóricos -y también sus éxitos- estan ahí: La Mata, Riera de la Barata, Riera de les Arenes, Sant Llorenç del Munt... junto a Hivern, Febrer o Viver de plàtans, inspirados en los bosques de Llavaneres, su otro tema favorito. Las veces que, para ser más amable, el pintor introducía algún rastro de civilización o figuras -ya fueran animales o personas- su pintura perdía potencia, pues en él la naturaleza lucía en todo su esplendor cuanto mas desnuda estaba. Estos cuadros, pintados a la luz pálida y morbosa del simbolismo modernista, técnicamente son bastante académicos, pero eso, en el pulcro y delicado Vancells, representa precisamente su gracia.



Vancells pintó sus mejores telas cuando contaba entre 25 y 35 años, coincidiendo con el fin de siglo y con las exposiciones oficiales -madrileñas o barcelonesas- en las que se premiaban cuadros pompier y se abominaba del revolucionario y ya reconocido internacionalmente impresionismo francés o de cualquier otra innovación. Y da la casualidad de que el joven Vancells no se movía mal en esos ambientes recalcitrantes; su pintura gustó y obtuvo premios y honores. Su caso es de los pocos en que cuadros pintados para ganar medallas resultaron realmente buenos. A pesar de ello, estos hermosos y sensibles parajes más de una vez fueron violados por su amigo José Cusachs, que enriquecía las telas de Vancells con ridículos grupos de guardias civiles o militares, para mayor deleite del general Polavieja o de la burguesía catalana adinerada, que adoraba -y aún adora- los estúpidos cromos ecuestres de Cusachs.



Pero una doble paradoja pronto se apoderaría de Vancells. Sus paisajes crepusculares gustaban tanto que empezó a producir seriadamente y, víctima de la monotonía, empezaba a aborrecer sus propias creaciones. Todo esto coincidía, más o menos, con la V Exposició Internacional de Belles Arts i d'Indústries Artístiques de 1907, celebrada en Barcelona. Vancells expuso en ella y, a la vez, fue nombrado miembro del jurado de adquisiciones y recompensas. En este certamen se mostraron cuadros de Manet, Renoir, Monet, Pisarro, Sisley... prestados por el marchante francés Durand-Ruel. Se planteó la posibilidad de adquirir algunos para el futuro Museo de Arte de Barcelona, pero una parte -mayoritaria- del jurado se opuso a ello; Vancells, que estaba en esta parte, pidió además que constara en acta su oposición a la compra. Al parecer Duran-Ruel pedía demasiado dinero, pero pronto estas obras costarían 400 veces más y una especie de maldición bíblica caería sobre la pintura catalana, condenada a arrastrarse por los resquicios de un impresionismo pasado por agua y fuera de tiempo que haría sus pinitos patéticamente por la calle de Petritxol.



Poco después, Vancells, cansado de sus nocturnos y animado por los jóvenes noucentistes terrasenses, con quienes mantuvo siempre una grata sintonía, se animó a aclarar su paleta y a soltar su pincelada. Cambió la neblina y el ocaso por el sol radiante y entonces su pintura dejó de gustar a la clientela. Pero lo más triste es que su arte ya nunca más fue lo que era, perdió grandeza.

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