lunes, 3 de agosto de 2015

Lucebert

1924-1994-  Lucebert, el gran artista holandés, uno de los pilares del grupo vanguardista de mediados del siglo XX denominado COBRA.
COBRA no es sino un acrónimo que funde tres grandes capitales nórdicas: Copenhague, Bruselas y Amsterdam. En la postguerra de los años 40, como sucediera tras la primera conflagración europea, proliferaron los núcleos de vanguardia en arte y literatura. En general, se producía una recuperación renovadora de ismos (expresionismo, surrealismo, dadaísmo) preteridos por los totalitarismos y considerados «arte degenerado» por los regímenes tiránicos de uno y otro signo. COBRA, desde el significado primero de su nombre, se adscribió a una radicalidad directa y profunda: inconformismo estético, mas también inconformismo ético.
Explícitamente rebelde, en su vida y en su obra (¿acaso cabe disociar ambas cosas, tratándose de un creador verdadero?), Lucebert representaba el vértice holandés de COBRA. Conocido y reconocido internacionalmente como uno de los poetas en neerlandés más representativos del siglo XX, fue distinguido por el rey Balduino como cumbre de la poesía flamenca. Casi adolescente, los ocupantes nazis lo habían condenado a trabajos forzados. Su presumible adscripción comunista pero, ante todo, la calidad de su escritura hacen que el mismísimo Bertolt Brecht lo invite a una estadía profesional y creativa en Berlín Este que, sin embargo, no se prolongó más allá de unos meses en 1956, precisamente el año de la prematura e inquietante muerte del genial dramaturgo. Era un rebelde y no parecía dispuesto a casarse con tirios ni con troyanos ni a creerse las mentiras ni las mistificaciones ni de troyanos ni de tirios.
El año 1963 sabemos que hace su primer viaje a España. Curiosamente, la luz cegadora de la península cautiva ya de inicio a este poeta y pintor de lo lúgubre, lo bizarro y lo escabroso. Lo deslumbra la luz de España pero no debemos dejar de considerar que el nuestro es también el país de las pinturas negras, de Goya, de Valle y de Solana. Además, la cuestión no es el color, que abunda por cierto en la pintura de Lucebert, sino las pesadillas que éste puede enmascarar.

En 1970, inaugura su casa-taller en las proximidades de Jávea (luz del amanecer en griego, punta más oriental de España), con el mar a la vista pero prudentemente alejado, tras un panorama de limoneros y naranjales.

Lucebert cultivó una perdurable amistad con Antonio Saura, así como con Antonio Pérez, tanto en París como en España. De hecho, se rastrean rasgos compartidos entre ambos, esos préstamos artísticos que, espontáneamente, se producen entre creadores con afinidades sustantivas y profundas. Estos vínculos, junto con la gran sintonía que surgió entre Tony Lucebert (viuda del artista) y el presidente de FAP, explican la calidad y cantidad de los fondos Lucebert incorporados con carácter permanente a la sede central de la Fundación (varios óleos de gran formato y un numeroso conjunto de dibujos y grabados).

En el imaginario de Lucebert predominan figuras de rostros espectrales, que se atomizan y desdibujan del blanco y negro a unos delirantes estallidos de color. El onirismo y un cierto automatismo, —«todo lo que se me ocurre lo pinto», llegó Lucebert a declarar— emparientan su praxis plástica con los postulados surrealistas. Sin embargo, estas pesadillas demasiado reales evocan una recreación personalísima del expresionismo, con reminiscencias goyescas y solanescas y una cierta afinidad con propuestas como la del francés Dubuffet.


Fuente ABC

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