(1840-1921)
(Villanueva de Gállego, Zaragoza, 1848-Madrid, 1921). Pintor español. Director del Museo del Prado de 1896 a 1898. Sin apenas estudios, entra como aprendiz en el taller zaragozano del pintor y escenógrafo Mariano Pescador, quien le anima para que acuda a las clases de la Escuela de Bellas Artes de San Luis.Recomendado por su profesor, Bernardino Montañés, se traslada a Madrid donde combina su trabajo como ayudante en el estudio de los escenógrafos Augusto Ferri y Jorge Busato, con la asistencia a las clases de la Escuela Superior de Pintura, Escultura y Grabado. Incitado por José Casado del Alisal, primer director de la Academia Española en Roma, que deseaba contar en la primera promoción de pensionados con las mejores promesas del panorama artístico español, opta a la pensión que consigue brillantemente.
El trabajo correspondiente al tercer año de pensión le supone a Pradilla un éxito rotundo. La obra titulada Doña Juana la Loca consigue la medalla de honor en la Exposición Nacional de 1878 y medalla de honor ese mismo año en la Sección Española de la Universal de París. Este sonoro triunfo le llevaría a recibir el encargo del Senado para la ejecución del cuadro La rendición de Granada, que si bien no resultó tan acertado como el anterior, su difusión le catapultaría a una fama internacional.
Su nombramiento como director de la Academia de España en Roma, sustituyendo a Casado del Alisal, le hizo fijar su residencia en la Ciudad Eterna, donde, emulando a su admirado Fortuny, abrió un estudio al que acudían los más importantes coleccionistas y marchantes de Europa. Pronto se percató de que las obligaciones burocráticas y docentes que le exigía el cargo de director de la Academia, le apartaban de su verdadero interés por la pintura.
El abandono de numerosos encargos le llevó a presentar su renuncia ocho meses después del nombramiento. A pesar del desastre económico que le supuso la quiebra de la banca de Ricardo Villodas, donde tenía depositados sus ahorros, Pradilla siempre reconoció que esos diez años vividos en Italia, alternando su trabajo en Roma con los veranos pasados en las Lagunas Pontinas de Terracina, fueron los más felices de su vida. El nombramiento como director del Museo del Prado en 1896 y su obligado regreso a España, rompieron esa época feliz a la que nostálgicamente Pradilla regresaría a menudo, no solo en sus pensamientos, sino en sus propias creaciones pictóricas. El 3 de febrero de 1896, Francisco Pradilla Ortiz acepta la propuesta de ocupar la dirección del Museo del Prado.
El nombramiento venía a colmar las ambiciones del gran pintor aragonés que, pese a su mala experiencia al frente de la Academia de España en Roma, y a las renuncias personales que tal decisión comportaba, no olvidemos que estaba afincado en Roma, desde hacía muchos años y gozaba de un extraordinario reconocimiento artístico entre coleccionistas y marchantes de todo el mundo, afrontaba el nuevo reto con el convencimiento de realizar una brillante gestión al frente de la primera pinacoteca española.
Lamentablemente, la situación real del Museo, que había amargado los últimos meses de la vida de Federico de Madrazo, al recibir fuertes críticas por la relajación y temeridad con que se conservaban las pinturas de la colección, y que tampoco pudo corregir Vicente Palmaroli en su breve paso por la dirección del Museo, iba a afectar también a Francisco Pradilla. Sin «vocación museística», como señalara Alfonso Pérez Sánchez, o «incapaz para el cargo», en opinión de Juan Antonio Gaya Nuño, Pradilla se encontró muy pronto atrapado por las limitaciones administrativas y por un personal elegido por recomendación y a capricho, además de verse envuelto por el escándalo de la desaparición de un pequeño boceto de Murillo.
Este hecho, medio silenciado en su momento, saltó nuevamente a la luz pública cuando en 1911 el periodista Mariano de Cavia denunció que en la prensa francesa se hacía referencia al asunto y que incluso un conservador de un museo del mediodía francés había recibido en oferta ese cuadro. El periodista pedía a los pintores José Villegas y Salvador Viniegra, director y subdirector del Museo del Prado en ese tiempo, que aclararan definitivamente el tema, pero los aludidos no dieron respuesta alguna. Por otro lado, las críticas recibidas por la «pasividad» del Museo ante la quiebra del duque de Osuna y las ventas de algunas de sus mejores obras de arte, fueron la gota que colmó el vaso de la paciencia de Pradilla.
Efectivamente, el Museo solo pudo adquirir el Retrato del duque de Pastrana, por Carreño, obra importante en opinión de Pérez Sánchez, pero nada barata como indicara Gaya Nuño (15 000 pesetas), dejando que coleccionistas privados se hicieran, por muy poco precio, con series tan bellas como los cuadritos pintados por Goya para la Alameda de Osuna. El 29 de julio de 1898 Pradilla cesó en su puesto, ocupándolo el pintor Luis Álvarez Catalá, hasta entonces subdirector, que, además de contar con el apoyo del ministro, era el candidato predilecto de la reina María Cristina. Meses más tarde, en carta dirigida a su amigo el pintor Hermenegildo Estevan y en su propia autocrítica, publicada en el Heraldo de Aragón, Pradilla escribía de su experiencia en el Prado: «[…] aquello es un semillero de disgustos, porque entre unos y otros queda reducido el tal cargo a una especie de maestro de casa pobre y ruin […], hubiera incurrido en imperdonable irresponsabilidad si no hubiera protestado en distintas comunicaciones y finalmente con mi dimisión, contra un sistema que compromete la seguridad de las obras, pero el Ministro se ha mostrado indiferente con mis demandas […]»; finalmente Pradilla concluye: «[…] por mi parte me considero justamente castigado por haberme considerado comprometido a venir a vivir a semejante letamajo […]».
A sus cincuenta años, cansado y escarmentado, su reacción ante la nueva situación, impensable veinte meses antes en Roma, es firme: jamás volverá a ser instrumento de intereses oscuros. Pradilla en la soledad de su estudio madrileño se alejaría voluntariamente de todos los actos sociales y políticos, entregándose al quehacer que le había reportado bienestar y fama: la pintura. En su magnífico palacio-estudio donde recibía a numerosos amigos como Pérez Galdós, Núñez de Arce, el marqués de Pidal y al mismísimo rey, que solía visitarlo con frecuencia. Aunque su muerte sorprendió a muchos por el alejamiento del pintor de la vida social, la exposición póstuma de sus obras que se instaló en su propio domicilio, fue un éxito de concurrencia, ya fuera para visitar un lugar difícilmente accesible o por ver «los Pradillas» que conservaba su propio autor.
No parece probable, sin embargo, que en esta exposición figurase alguna de las once obras propiedad del Museo del Prado y entre las que destacan la famosa Doña Juana la Loca, tan reconocida y premiada, el magnífico Cortejo del bautizo del príncipe don Juan, hijo de los Reyes Católicos, legado al Museo por María Luisa Ocharán, junto con La reina doña Juana «la Loca», recluida en Tordesillas, una gran obra de la que el Museo posee otra versión similar, o el extraordinario Autorretrato, legado por Kochler y al parecer el último de los cinco conocidos que se hiciera Francisco Pradilla.
Museo del Prado
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