jueves, 25 de junio de 2009

FERMÍN AGUAYO LLEGA AL REINA SOFÍA


FERMÍN AGUAYO LLEGA AL REINA SOFÍA

Escrito por Antón Castro (Antonio Rodríguez Castro)

Fermín Aguado era callado, tímido, delgado, parecía envuelto en un continuo misterio y en el humo huidizo del cigarrillo. Llegó a Zaragoza a finales de la Guerra Civil y aquí iba a participar en una de las aventuras más apasionantes del arte contemporáneo: fue uno de los impulsores del origen del arte abstracto con el grupo “Pórtico”, que al principio fue un colectivo de doce artistas y finalmente, a partir de 1948, quedó reducido a tres: Santiago Lagunas, arquitecto, activista intelectual y magnífico pintor, Eloy Laguardia, delineante, y el propio Aguayo, que se incorporó en 1943 a la escuela técnica de Maquinaria y Fundiciones del Ebro, donde destacó de inmediato por su excelente mano y donde coincidió con Eloy Laguardia, con quien no tardaría en compartir un estudio.


¿Por qué vino Fermín Aguayo a Zaragoza? No fue nunca demasiado explícito en las razones, porque detrás había una experiencia traumática e imborrable. Los partidarios del general Franco habían fusilado a su padre y sus dos hermanos mayores, y él y su madre, huyendo del espanto, se instalaron aquí. Curiosamente, vivió un tiempo con ella, pero tras su marcha a París en septiembre de 1952, la huella de la madre se extravía en un laberinto de niebla. Concha Lomba -que participa en el libro catálogo que se va a publicar en París, en francés y español, y que será la comisaria de la exposición antológica que se inaugura este martes en el Centro de Arte Reina Sofía- dice que aún está investigando el destino de su madre. El pintor tampoco ha sido demasiado pródigo en testimonios: una consulta a cualquiera de sus cronologías desconcierta porque los datos se reducen al nacimiento, al grupo Pórtico (algo menos de cinco de inspiración permanente), a la marcha a París y al inventario de sus exposiciones en España y en Europa, y a su fallecimiento prematuro en 1977. En una entrevista con Claude Esteban de ese mismo año, aparecida en el catálogo de La Lonja de 1985, se confiesa autodidacto, dice que nunca sintió la necesidad de pintar al natural –“la primera reproducción que vi de un cuadro cubista me pareció más natural, más lógica que un cuadro clásico”, explica- y que su inclinación hacia el arte abstracto nació “como una especie de pequeño desafío”. Agrega que cuando empezó a abrazar el pincel apenas conocía cuadros ni clásicos ni modernos, aunque sí había visto “expuesto un libro sobre la pintura moderna. Me gasté todo el dinero que tenía, para comprarlo. Constaba de una diez reproducciones, un Picaso, un Juan Gris, un Léger, un Archipenko, un Braque, etc. Pero, en fin, en blanco y negro, nada más. A partir de esto, empecé a pintar”.


Al principio, y hablamos de 1947 o incluso antes, Fermín Aguayo frecuentó por poco tiempo el café Niké, que daría nombre a un grupo de poetas más que artistas encabezado por Miguel Labordeta, y más tarde pasó al café Espumosos, donde se reunían otras gentes como Lagunas, José Orús (que se convertiría en uno de sus mejores amigos), el médico José Uriel, amigo inseparable aquí y luego en París, el librero José Alcrudo, cuya librería “Pórtico” dio nombre al grupo, o Laguardia, entre otros. Lagunas pronto se convirtió en el adalid de un nuevo movimiento, en el líder e incitador, en el hombre que mejor asimilaba las nuevas estéticas. Y con él trabajaron Aguayo y Laguardia. En una entrevista de 1991, nos decía Santiago Lagunas: “Los pintores, como las estrellas, somos astros vivos que lanzan sus destellos. El pintor es un ser humano que obedece a su propia intuición y a su inconsciente. Al final, el grupo lo componíamos tres artistas: Aguayo, Laguardia y yo. Aguayo era un tipo inteligente, dotado para el color y la forma; Laguardia era el más hondo de los tres, quizá porque había sufrido mucho. Su pintura era triste, muy triste”. Ese nuevo trío se presentaría sucesivamente en el Centro Mercantil de Zaragoza en 1947, en la galería Bucholz en 1948 en Madrid, en la galería Alerta de Santander en 1949 (en cuyo catálogo había un entusiasta prólogo de Mathias Goeritz) y en La Lonja en 1949; esas muestras y una obra rica en colorido un tanto tenebrista, en signos, en geometría y en riesgo significaron una revolución artística, que fue incomprendida y vilipendiada en la ciudad, salvo algunos apoyos incondicionales como el del profesor Federico Torralba especialmente.


El grupo realizó en el verano de 1949, durante 104 días, la remodelación del cine Dorado, que fue un proyecto ambicioso y sugerente, muy bien estudiado por Manuel García Guatas. Pero de las consecuencias de ese trabajo y de la cerrazón de la crítica y de parte de la ciudadanía, derivó la desaparición de Pórtico. “A la crítica sólo le interesaba lo que cabía en una mente convencional: solían llamarnos el ‘tercio extranjero”, dijo Lagunas. Aguayo y Laguardia trabajaban en el estudio de Lagunas e incluso dormían en su propia casa. Aunque luego se produjo una crisis depresiva de Santiago Lagunas –“el mismo me reconoció en una ocasión que se sentía desquiciado”, recuerda Concha Lomba. Se juntaron la falta de éxito, la muerte de su madre, la ausencia de clientes y también una crisis que derivó hacia una suerte de misticismo, y dejó de ser el “compañero, amigo y mentor” de sus dos compañeros-, Laguardia partió a San Sebastián y Fermín Aguayo se quedó por aquí. Consiguió un estudio en el Paseo La Mina y resistió hasta septiembre de 1952, pintando extraordinariamente, midiendo su evolución. José Ayllón, otro amigo de entonces, diría recordando aquel lustro: “Su periodo zaragozano, en particular su obra abstracta de estos últimos años, se circunscribe más a una realidad presentida, palpitante y trémula a un tiempo. Su gama acordada de color, sus libres construcciones formales, consiguen un dramatismo pocas veces igualado. Son testimonio de un pasado que nunca debe volver”.



Durante algún tiempo, sobre Fermín Aguayo circularon dos historias que se han convertido casi en leyendas urbanas de Zaragoza: la historia de los cuatro cuadros murales de la taberna “La parrilla” (calle Pedro Joaquín Soler, esquina con calle Verónica) y el episodio del desahucio de su estudio. José Orús ha vivido de cerca esas dos experiencias. “Fermín Aguayo era muy parco, sólo hacía un comida al día y fumaba constantemente. Cuando yo iba a París me pedía que le llevase cuarterón y papel de fumar de aquí. Cuando le encargaron esas obras, le dijeron que podía hacerlas por la noche, una vez que habían cerrado el local, y que sus copas y las de sus amigos estaban pagadas hasta que acabase. Fue curioso: hacía las obras en el sótano y no le importaba que estuviésemos con él. De ahí, las obras fueron a un bar gigantesco de la zona de los Madrazo, en la carretera de Logroño, y luego al Bar Trébol, en San Ignacio de Loyola, esquina con Paseo de la Constitución”, recuerda Orús. Aguayo realizó cuatro obras, “Tú y yo” (1952, que adquirieron las Cortes de Aragón), “A las cinco de la tarde” (1952) y “Semana Santa” (1952), que compró el Gobierno de Aragón, y falta otra pieza cuyo paradero se desconoce. José Luis Lasala y su novia entonces, Angelines, iba a menudo en los años 60 a ver los murales con una linterna a aquel bar atestado de clientes y de las prostitutas que lo frecuentaban; “algunas se quedaban estupefactas de ver a una chica joven, rubia y frágil, allí apuntando con la luz de una linterna a la pared”, dice Lasala.



¿Qué ocurrió exactamente con los cuadros de Aguayo cuando éste se marchó a París, incitado al parecer por Alfonso Buñuel? Su amigo José Uriel explica: “Se marchó en septiembre y me dijo que dejaba los cuadros para que hiciese una selección para el II Salón de Otoño de Artistas Aragoneses en la Lonja”. Pero de repente, se produjo el desalojo con una orden del juzgado. Federico Torralba jugó aquí un papel determinante. Conocedor de que Aguayo se había ido para siempre a París, quiso realquilar su “precioso” ático como estudio en el paseo La Mina. El dueño no lo aceptó y forzó el desalojo. Vinieron los empleados del juzgado y algunos empleados del ayuntamiento de Zaragoza. Como algunos cuadros grandes no se podían bajar por la escalera, se arrojaron a la calle desde arriba, con el bastidor y todo. “Y los pequeños se bajaron a la calle. Un alumno mío que vivía por allí les llamó la atención a los funcionarios y me llamó. Cuando llegué, habían dejado algunos cuadros en el garaje que había en la planta baja y los grandes se los habían llevado. Fui al almacén, municipal, que estaba cerca del canódromo y me dijeron que habían arrojado a las calderas los cuadros y los bastidores. Creo que debían ser dos o tres piezas. Las otras, gracias a un funcionario municipal, llamado Zaldívar, conseguí la autorización para llevármelos a casa. Yo había costeado algunos arreglos y algunos meses de alquiler del estudio. Conocía bien a Aguayo y sabía que sus obras estarían en importantes museos tarde o temprano. Al final, tras nuevas gestiones, pudimos enviar las cuadros enrollados al pintor”. José Orús lo recuerda perfectamente: “Creo que le llevé en torno a 16 cuadros”, dice Orús, que recuerda otra anécdota: “Fermín Aguayo tuvo suerte en París. Lo contrató muy pronto la galería Jeanne Bucher de París, que le daba un sueldo mensual. Tuvo dificultades pero vivió de la pintura. Se casó en ‘articulo mortis’ con su compañera Marguerite, y yo creo que vivió casi toda su vida allá sin papeles. Era un lector empedernido: le apasionaba la ciencia ficción, la novela policíaca, y en música el flamenco. Le gustaba Velázquez. Era un excepcional artista que evolucionó hacia un mundo intimista y poético. Es una vergüenza que no esté en el lugar en que debiera estar”.
Fermín Aguayo vino poco a Zaragoza y apenas cinco veces a España. A Cuenca, a Madrid, a su pueblo de Burgos. Se sentía próximo a Nicolas de Stäel, y triunfó a su modo y sin estridencias. “Yo hago una pintura muy pobre, extremadamente pobre de medios”. Pepe Cerdá, que vivió en París y a quien le contaron muchas anécdotas del artista, dice: “Fermín Aguayo es un pintor de raza. Es el pintor. Como Morandi, Velázquez o Goya, tiene el gusto por la untuosidad”.

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