sábado, 13 de junio de 2009
La caja de latón
-¡Cuéntame cosas de abuela…!
La pequeña se encarama a las rodillas del viejo, trae entre sus manos una cajita que contiene fotos desgastadas y roídas por el tiempo. Antón sonríe, sus ojos empequeñecen y se empapan de ternura y nostalgia. Toma la caja de latón, que aún huele a tabaco, con los dedos arrugados.
-Abuelito, ¿era guapa abuela?
Su mente, a pesar del embargo de los años, le traslada al lugar exacto donde conoció a Adela. En un mercado de abastos, humilde, como su condición de minero. Ella escondía su sonrisa tras una montaña de manzanas, nerviosa ante la presencia de un apuesto mozo, negro como el tizón. Era su primer día de trabajo en aquel pueblo, y en ese puesto de fruta, cuando ambos jóvenes cruzaron la mirada, supo que Adela era la persona junto a la que deseaba envejecer, tuvo la certeza de que sería la mujer de su vida, la madre de sus hijos, y así fue.
-Sí, ¡casi tan guapa como tú! Os parecíais mucho.
Desde entonces, la mitad del tiempo que transcurría en la mina, pensaba en ella sin querer. La otra mitad, lo hacía deliberadamente. Hasta que un día se propuso presentarse en su casa, invitarla a pasear, ir al muelle, o tal vez ver una película en el cine. Tocó a la puerta y se quedó sin voz, sonriendo como un idiota, incapaz de articular palabra cuando Adela apareció en el umbral, a media luz, y le saludó azorada. Por suerte, anticipándose a su época, ella le invitó a él a salir a pasear.
Y todas las tardes, después de la jornada, trazaban el mismo recorrido, que se detenía en el muelle al crepúsculo, y volvía a acompañarla a casa.
-Abuelito, ¿y no tuviste más novias?
Adela, paciente, siempre que llegaban al muelle, esperaba que la invitara a ser su novia. Pero eso nunca ocurrió, no tuvo la osadía suficiente para preguntárselo, se limitaba a disfrutar de su compañía.
Una tarde sí que le dijo algo al llegar al puerto. Le dijo que cuando estaba con ella se sentía vivo y, el resto del tiempo, sólo se movía el reloj. Que gracias a ella su vida tenía un significado, que se sentía completo. Y fue suficiente. Entonces Adela se acercó a su boca, percibió su respiración vacilante, agitada, un agradable olor a hierbabuena, y cerró los ojos mientras jugaba con sus labios y apretaba su cuerpo junto al suyo. Aquella tarde el paseo duró un poco más de lo habitual, y tuvo que insistir ante la madre de Adela para poder verla al día siguiente.
-No, abuela fue la única novia que tuve… y luego me casé con ella.
Un buen día ella le preguntó que cuándo se casarían. Esa misma tarde fue a hablar con el cura. El sacerdote, emocionado porque el pueblo era pequeño y se celebraban pocas bodas, se ofreció a casarlos a la semana siguiente. La ceremonia fue muy sencilla, aunque acudió mucha gente. Ese día no se trabajó en la galería y todos sus compañeros asistieron al enlace.
Al siguiente año nació Marisa, luego Pepe; más tarde Manuel, José e Isidro.
El trabajo en la mina era cada vez más agotador. Pepe comenzó a ayudarle a los trece años. Marisa, por aquel entonces, con catorce, trabajaba para una señora mayor en la capital.
Les sorprendió la guerra y con ella el hambre, el frío, la incertidumbre.
Isidro, el más pequeño y de salud más frágil, murió con dos años. Fueron tiempos duros, inviernos muy largos.
-Abuelito, este vestido de militar, ¿quién es?
A José se lo devolvieron en un jarrón de cerámica, reducido a ceniza. Con él se fueron sus bromas, su alegría inagotable, su desbordante imaginación. Sus cantos patrióticos y el deseo de una vida mejor para su familia.
-Tu tío José, que murió en la guerra.
Uno tras otro, los momentos inmortalizados en papel, gastados, se suceden entre sus dedos y su memoria, reflejos de la vida de un hombre normal y excepcional al mismo tiempo. Antón sabe que ahora las familias no son como antes. Ya se ha perdido la conciencia de clase, la comunicación con los vecinos, ha cambiado tanto todo…
-Adelita, ¿Dónde estás?
-¡Abuela!
La pequeña salta de las piernas del viejo, se lanza a abrazarla. Abuela lleva una bolsa enorme que deja en la cocina y se acerca a Antón, que ya apenas puede levantarse de su mecedora.
Le besa, con la misma ternura de la primera vez. En sus ojos conserva el misterioso resplandor que enamoró a Antón, y su boca desprende el aroma a hierbabuena de siempre. Acaricia sus manos, los viejos se sonríen.
Y cuando se marcha su amor el corazón del abuelo cruje, deja de latir, pero continúa siendo un corazón enamorado.
Israel Gajete Domínguez
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