domingo, 6 de diciembre de 2009
Paolo Grassino
Partiendo de la idea tradicional de escultura -centrada en el valor de los volúmenes corporales proyectados en el espacio y sometidos a los efectos de la luz circundante-, y desarrollando ese concepto sobre imágenes relativas a la figura, concebida ésta como estatua de presencia y pesantez rotundas, Paolo Grassino (Turín, 1967) ha terminado actuando -en especial, a partir de 2002- como un director de escena, que ordena de manera dramática las matrices formales, los materiales, las técnicas, las imágenes, la temática, la orientación de actitudes, el espacio y el juego de luces y sombras, claridades y penumbra. Esa combinatoria de materializar las obras de forma escultórica inequívoca, pero disponiéndolas como figuras de pesadilla en un espacio -o en un vacío- que resulta escenográfico, obedece a una estrategia de ambigöedad poética y se apoya sobre un criterio narrativo hoy de nuevo al alza: el de “representación”. El papel de la representación en el arte nunca es el de la copia inmediata o la imaginería mimética, sino el de explorar cuestiones y posibilidades implícitas en la acción creativa de trasladar, traducir, interpretar, representar todo aquello que se encubre bajo el nivel normal de las formas de lo aparente, y que pertenece al sentido profundo de lo que llamamos “real”. A través, pues, de la representación se produce una distancia efectiva entre forma y sustancia, figura y argumento, y en ese margen que el arte gana, en ese distanciamiento, se faculta y se potencia la parte conceptual, reflexiva y crítica de la creación artística, que los clásicos definían “cosa mental”.
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