martes, 16 de agosto de 2011

Liu Fei




La inclinación por la cabeza calva es casi un rasgo definitorio de los artistas masculinos en la China contemporánea. En cambio, Liu Fei siente la necesidad de pintar a las mujeres también con la cabeza calva. Sus bailarinas, que a menudo sostienen pistolas, no son precisamente de los tiempos actuales, sino del ballet de la Revolución Cultural llamado Destacamento Rojo, en el que un grupo de mujeres soldado del Ejército Rojo luchan junto a quienes están comprometidos con la explotación y la represión de los obreros. Las mujeres también presentan una sobrecogedora similitud en sus semblantes; componen uniformemente una sonrisa que no cautiva al espectador tanto como lo distancia o incluso enerva

La combinación de cabezas calvas, sonrisas heladas y pistolas o rifles se suma a unos escenarios que en modo alguno atraen. La experiencia general de la obra de Liu es de temor y desasosiego, por lo que las expresiones de las mujeres sugieren que algo está terrible, terriblemente mal. El público de Liu sabe que él tiene edad suficiente para recordar la Revolución Cultural, pero sus pinturas no dan ninguna pista real sobre sus sentimientos: el malestar que experimentamos al mirar estos cuadros es difícilmente clasificable de absurdo cultural o político.

La Revolución Cultural terminó en 1976, hace poco más de una generación. Seguramente el arte de Liu nos muestra un espejo en cierto modo relacionado con ese periodo sumamente cargado, en el que la lucha cultural se basaba en el reconocimiento de que, en las acciones culturales, la jerarquía resulta inevitablemente en la diferencia de clases. Los cuadros de Liu, casi siempre en negros, blancos y grises, representan una versión de la verdad frente a la visión histórica de China de que la cultura —especialmente la alta cultura— es intrínsecamente política, pero la pregunta aún es si podemos dar sentido a la percepción. Al no ofrecer respuestas, Liu se niega a dedicarse a sí mismo a revisar la historia o a ignorarla —una postura que podría decepcionar a su público general—.

Sin embargo, quizá su reticencia es mucho más fuerte por lo que tiene de objeción: atrapadas en una parodia de la gracia, sus bailarinas representan lo que para este escritor equivale a una inquietante afirmación de encanto ante hechos históricos. Ya hemos visto las innumerables obras de Yue MinJun, que siempre se pinta a sí mismo con una sonrisa de oreja a oreja. Es difícil decir qué significa exactamente su sonrisa, aunque uno intuye que quizá alude a la máscara que los chinos llevan en las reuniones sociales. A veces, al parecer, hemos de participar en un teatro que nos aleja de las verdades emocionales, así como representar gestos cuyo fin es ser exhibidos.

Las extraordinarias pinturas de Liu fortalecen y reflejan por tanto la actuación de la civilidad y la alta cultura. Sin embargo las circunstancias originarias de lo que vemos provienen de una representación altamente politizada del ballet, sin duda un medio privilegiado. Pero tal vez la tensión de las amplias sonrisas de las mujeres que nos encontramos demuestre la inevitable dificultad de dar rostro a las bailarinas, que se adhieren a la conciencia política, así como a la muestra de una actividad artística altamente disciplinada, o enrarecida

En Occidente el ballet, como la ópera, es para los entendidos: se considera una actividad de élite. Es justo decir que, en la mayoría de los casos, tanto en China como en América, la alta cultura implica unas jerarquías que se resisten a morir, a pesar de las mejores intenciones de quienes tienen la determinación de democratizar la cultura. Aunque es cierto que estas jerarquías se basan en la acumulación de prestigio, dinero y poder, la cultura que les da soporte es a menudo intrínsecamente difícil, hasta el punto de que por lo general es solo una minoría, formada e intelectualizada, la que es plenamente capaz de apreciar el tipo de arte del que hemos estado hablando. En consecuencia, cualquier intento en cualquier cultura de interpretar la alta cultura en términos puramente políticos resulta en una desconexión, mediante la cual las elevadas aspiraciones del ballet, por ejemplo, están en conflicto con las realidades sociales de su experiencia.

Esto significa que un artista como Liu, al demostrar las tensiones innatas entre la alta cultura y los privilegios que supone, no puede dedicarse a lo que podríamos llamar una versión pura de la cultura. La artificialidad de las expresiones de las mujeres debilita la afirmación general del ballet como actividad exquisita; por tanto, es tarea de Liu señalar esa tensión como una de las inevitables características del gran arte —sin duda en cualquier cultura, pero particularmente en China, donde la conciencia sobre el derecho de los consumidores a pasatiempos como el ballet o la ópera se ha llevado hasta un grado muy alto—. De hecho, la pregunta tácita que plantea la propia pintura es si las artes visuales se unen al panteón de las artes consideradas alta cultura. De muchas maneras, Liu sigue la historia reciente de su profesión, teniendo en cuenta el que ha sido el estilo del realismo socialista. Al mismo tiempo, podría decirse que su obra parodia el estilo, aunque como ya he dicho, Liu no muestra ninguna preferencia real por una interpretación, sea irónica o sincera, de sus propios motivos. Pero para muchos espectadores, occidentales y chinos, está claro que el estilo de Liu podría describirse mejor como políticamente manierista —siendo tanto un homenaje como una crítica del arte que vio durante la llegada de la Revolución Cultural.


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