miércoles, 28 de octubre de 2020

Marie Bracquemond

 


La artista tuvo que defender su obra contra Ingres, que sólo creía que la mujer podía pintar flores, y su marido, el pintor Félix Bracquemond, que la oprimió hasta hacerla abandonar el arte en 1890



Bracquemond nació en 1840, en una humilde familia. Siempre se sintió atraída por la pintura, pero su falta de dinero impidió que hiciera clases regulares. Aún así, estaba claro su talento y empezó a aprender de forma autodidacta. Cogía pétalos de flores, las picaba y conseguía pigmentos con los que luego hacía sus probaturas. En el cumpleaños de su madre, le regaló un retrato tan extraordinario para su edad que, a pesar de las dificultades, la inscribieron en las clases de M. Wasser, un pintor local
A los 16 años era un pequeño fenómeno. Un conocido de la familia mostró uno de los cuadros de la joven artista a Jean-Auguste-Dominique Ingres, gran maestro francés del neoclasicismo, y éste la animó a unirse a sus clases. Incluso le dijo que se atreviese a presentar su obra al célebre Salón de París como su alumna, cosa que Bracquemond realizó. Estamos en 1857, todavía no ha cumplido 17 años, y ya se codea con los grandes artistas de la época.
Sin embargo, Marie pronto vio que el maestro trataba de forma diferente a hombres y mujeres y que su apoyo no era más que condescendencia y divertimento. No sólo eso, sino que existía un resentimiento a su figura. Aún así, todavía la ayuda, pero como si la menosprecie al mismo tiempo. Al final la recomienda al Louvre para que copie sus obras maestras, como si ella, una mujer joven, no pudiese servir para otra cosa. 

He de reconocer que la severidad de Ingres me asustaba. Cree que a una mujer le faltan determinación y perseverancia para pintar y quiere poner límites a su capacidad. Sólo nos permite pintar flores, frutas, naturalezas muertas, y algunos retratos y escenas domésticas”, escribirá frustrada en su diario.

Ingres e tonces tiene 76 años  y un corte severo en su juicio. No es amigo demedias tintas y sus opiniones sobre arte son rígidas. Bracquemond no encontrará salvo un muro infranqueable donde debatir sus propias ideas. Aún así, aprenderá mucho gracias al genuino genio del francés. La pintora querrá tanto su aprobación que le molestará más si cabe su prejuiciada opinión sobre sus capacidades. Otra vez, Ingres puede admirar el talento que puede contener, pero cuando Marie busca su propio espacio, cuando le demuestra que una mujer puede pintar lo mismo que un hombre, Ingres se aparta y desprecia sus ideas como si fueran simple frivolidad femenina. “Mi trabajo es la pintura, no dibujar y colorear unas flores, sino expresar los sentimientos que e arte me provoca”, dirá Bracquemond.

La vida es a veces irónica. Marie abandonará las clases de Ingres y se centrará en su trabajo de copiadora en el Louvre, mientras realiza sus primeras obras propias atraída por los nuevos tiempos del impresionismo. Allí conocerá a otro pintor y grabador, Félix Bracquemond, que la apoyará en un principio a no mirar atrás y centrarse en su arte. Se casarán en 1869 como pareja moderna de artistas, donde cada uno sirve de inspiración y apoyo al otro. Incluso pintan muchas veces juntos en su estudio. Sin embargo, cuando ella decide que el estudio la constriñe, que necesita la luz y el color vibrante del exterior para pintar como sus amigos impresionistas, él empezará a cuestionar todas las decisiones personales y artísticas de Marie.



La pintora busca liberar su pincel y dejar que su capacidad académica, perfeccionista y nítida aprendida con Ingres se abra y consigue vibraciones como la luz y el color como sus admirados Degas, Gaugin y Monet. Gauguin, buen amigo de su marido, vivirá una temporada con ellos, y será testigo de la disputa entre los dos. Lo que era una diferencia estilística se convertirá en un drama familiar. De nuevo, Marie Bacquerant verá cómo su talento pasará de amante y aplaudido a odiado y reprobado. “Era un terrible maestro, tiránico y sin argumentos, incapaz de escuchar a nadie. Su carácter acabó por afectar de forma desproporcionada en Marie. Cada vez que ella intentaba calmarle, él le contestaba: tu ternura me crucifica”, explica Gustave Geffroy, un crítico de arte amigo de la pareja. le sirva para liberar su pincel.



En 1890 Marie ya no pinta. Se rinde. Él ha ganado. Lleva demasiado años luchando con un desprecio soterrado que deriva estúpidamente de su condición de mujer y está harta de luchar. “A pesar de su talento, a pesar de sus deseos, a pesar de su entusiasmo, llegó el día en que, con un oscuro sentimiento de pérdida, tuvo que confesar que la habían derrotado”, escribirá su hijo Pierre.



Su nombre se oscurece. Nadie la recuerda. Y su marido parece cerrar la puerta de casa y confinarla dentro sólo para él. “Ninguno de sus sueños y esperanzas se realizaron nunca. A partir de ese día siempre había una decepción y un ahogo en su mirada, pues se sentía víctima de una injusticia. Y no, su desesperación no le trajo nada”, recordó su hijo. Marie muere en 1916, así que pasa sus últimos 26 años sin coger un pincel. A veces piensa en huir, en pintar ni que sea a escondidas, incluso realiza pequeñas obras privadas, pero su decisión es firme y obstinada, como si no pintar no fuese sólo un castigo para ella, sino para todo el mundo.



En 1919 París acoge una gran retrospectiva de su obra compuesta por 90 obras, la mayoría, estudios preparatorios, acuarelas o grabados. Hay una sensación de pérdida en la exposición. La nombrarán con Berthe Morisot y Mary Casset como las tres grandes pintoras del impresionismo, pero reducirán a Marie a la anécdota, a la historia triste, y los grandes museos arrinconarán sus obras. Solo ahora, cuando el relato de la historia del arte se reescribe lejos de leyendas patriarcales, su nombre vuelve a brillar. Es triste, pero su obra hoy nos sorprende como si todavía fuese esa niña de dieciséis años.

La Razón

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