Marie Laurencin (París, 31 de octubre de 1883 - 8 de junio de 1956) fue una pintora y grabadora.
Expuso por primera vez en 1907 en el Salón de los Independientes. Ese mismo año, Picasso la presentó a Guillaume Apollinaire, con el que mantendría una relación tan apasionada como tumultuosa que duraría hasta 1912.
En 1914 se casó con el barón Otto von Wätjen, al que había conocido el año anterior. Después de la declaración de la Primera Guerra Mundial, la pareja se exilió en España, primero en Madrid y después en Barcelona. Asociada con Sonia y Robert Delaunay gracias a un encuentro organizado por Francis Picabia, Marie Laurencin compuso varios poemas para revistas artísticas durante 1917. En 1920 volvió a París.
Su estilo pictórico comprende un empleo particular de colores fluidos y suaves, una creciente simplificación de la composición, una predilección por ciertas formas femeninas alargadas y graciosas que le permiten ocupar un lugar privilegiado en el París mundano de los años 1920.
Ilustró obras de André Gide, Max Jacob, Saint-John Perse, Marcel Jouhandeau, Jean Paulhan, Lewis Carroll, etc.
Convertida en retratista oficial del mundo del estilismo femenino (Nicole Groult, Coco Chanel) desde 1920, Marie Laurencin ejerció además como decoradora para el ballet Las ciervas (1924), de Francis Poulenc, y también para las compañías de la Opéra-Comique, La Comédie Française y los ballets de Roland Petit en el Teatro de los Campos Elíseos.
Artículo de FRANCISCO UMBRAL- publicado en EL CULTURAL el 31/10/2002
Marie Laurencin se pasó la vida mirando y pintando mujeres, amando ninfas que querían ser ella y se burlaban un poco de ella
La ninfa en la sombra, con risa y sarcasmo, la ninfa que sólo viste unas rayas para adentrarse en la noche, la ninfa que despierta la melancolía y la curiosidad de la mujer adulta, la mujer de gran flequillo triste y escote triangular en mitad del pecho, con un lazo en un hombro, la mujer de nariz grácil y boca dibujada que es como el sello de su personalidad, como el beso congelado en la cara, vivo pero sin destino. La mujer adulta está hecha de transparencias y la esbeltez picuda de sus pies asciende, reconocible, hacia unos muslos densos, dormidos, a punto de abrirse en un ramo de flores. La ninfa ríe burlona y diablesa noche adentro, pero mira a la gran dama, a la elegante dama que sólo tiene, para acompañarse y consolarse, su caballo también femenino, no yegua pero femenino, y que de alguna manera participa en el juego de las dos o de los tres. Caballo de orejas breves y picudas, femeninas orejas de gato, caballo de una borrosidad cálida y una boca pequeña, infantil, bajo la esbeltez de su nariz y sus ojos pequeños y dibujados, también femeninos, que miran la escena de la ninfa, la dama y el caballo.
Marie Laurencin se pasó la vida mirando y pintando mujeres, amando ninfas que querían ser ella y se burlaban un poco de ella. Era tan mujer que sólo otras mujeres pudieran comprenderla. Marie Laurencin no pintaba el amor homosexual ni la costumbre de la mujer, sino una nebulosa nocturna, dulce y sola donde todo era mujer, hasta los caballos, y donde todo era búsqueda tenue y profunda de esa otra mujer vertiginosa en torno a sí misma que hay en toda mujer. Marie Laurencin pintaba con cualquier cosa menos con pinturas. Le servían las pomadas, los maquillajes, las colonias, los polvos para la nariz, esos polvos que matan el brillo repentino de la piel y dejan a la mujer un poco muñeca, como la quería la pintora. La Laurencin pulveriza sus mujeres o las barniza, pero es la única que sabe pintar lo femenino de la mujer, esa cosa que va entre combinaciones, señoritas que posaban en su estudio, vestidas o desnudas, bajo la mirada feminísima y poseedora de Marie Laurencin.
Para esta pintora el mundo es femenino y hay feminidad en todo lo que se esconde, en todo lo que se muestra, en el alma misma de Francia que para ella es tan femenina. Terminada la Grande Guerre, Nicole Groult, otra gran veedora de mujeres, lanza el arte de Marie frente al comercialismo de los salones profesionales. Es el encuentro de la intimidad femenina con la propagación femenina. La alta costura está llevada por hombres y nos da una feminidad un poco adusta, a pesar de todo, con esa cosa concreta que tiene la moda de artículo de lujo, de objeto que está a la venta y exhibe una realidad económica que la mata. Las mujeres de Marie Laurencin se confunden con su ropa, están hechas de gasa, pero la ropa se confunde con su cuerpo y sus vestidos están hechos de carne, de modo que le hubiera ido bien el verso de Blaise Cendrars, dedicado a Sonia Delaunay: “Encima del vestido, Ella tenía un cuerpo”.
Todo el secreto de nuestra pintora es cómo juega a mostrar y ocultar a la mujer hecha de la misma seda que la ropa, pero dulcemente carnal en los mordiscos que la calle le da a la ninfa, medio desnudándola. En Maiakovski hay asimismo un verso que explicaría bien la tragedia atenuada que Marie posa en sus cuadros: “El farol calvo le quita las medias a la noche”. Pero estos versos no gustaron a los jefes soviéticos porque encontraban en ellos un cierto “decadentismo burgués”. De modo que Maiakovski procedía a suicidarse antes de que lo ejecutaran. El esnobismo del llegadero siglo XX pasaría por muchos fusilamientos y suicidios que lo redimen de sus vanidades y lo elevan a un momento histórico realmente revolucionario.
Las musas de nuestra pintora son las midinettes de París redimidas del taller por su condición nocturna y salvadas de lo puramente canalla por el toque de pintura y la mancha que deja el corazón de otra, en este caso el corazón de Marie Laurencin.
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