viernes, 24 de agosto de 2012

Albert Marquet





 Albert Marquet (27 de marzo de 187514 de junio de 1947) fue un pintor francés, relacionado con el fauvismo.

Ese golpe de luz, ese naranja encendido que resbala sobre la carne de la modelo bastaría para justificar la presencia de Albert Marquet (1875-1947) en una historia del arte del siglo XX. Entre 1898 y 1901, él y su amigo Matisse, trabajando codo con codo, tuvieron el primer vislumbre de lo que más tarde se llamaría “fauvismo”. Pero Marquet no fue sólo un precursor, ni su obra de madurez puede identificarse con la vehemencia expresionista del fauvismo. Como señaló hace tiempo el crítico Hilton Kramer, las sensaciones que provocan un bodegón de Morandi o un paisaje de Marquet no son fáciles de explicar, porque no encajan en los esquemas habituales sobre la evolución del arte moderno. Razón de más para desconfiar de los esquemas.

 Después de la aventura fauvista, donde estuvo cerca, más aún que de Matisse, de un pintor más moderado como Dufy, Marquet fue atenuando su gama de color y centrándose en el estudio de los efectos atmosféricos. Su pintura, cada vez más delgada, iba ganando en sutileza, acercándose a veces a la tradición del paisaje chino, con la extremada delicadeza de sus lejanías. Por ejemplo, en Naples, le voilier, donde la base de las montañas azules del fondo se esfuma, se desvanece. 

 La pintura de Marquet aparece siempre bajo el signo del agua. Su factura fluida, su color lavado, sus siluetas borrosas sugieren una música acuática. El agua es el tema explícito de la mayoría de los cuadros: de los paisajes donde el Sena aparece entre los árboles y de las escenas portuarias con los barcos que se mecen como invitándonos al viaje. El propio artista cedió a esa invitación y fue un viajero incesante, desde Noruega a Egipto, desde Rusia a España. De esos lugares se trajo una larga serie de impresiones poéticas, donde el mar retorna siempre idéntico y siempre diverso. El mar puede ser esa inmensidad serena, de color turquesa, que asoma entre los altos árboles en Jardin au Pyla, como una puerta al verano en esta mañana gris de enero. O puede confundirse con el cielo en una atmósfera turbia, como en una escena del puerto de Hamburgo, donde casi puede respirarse el gusto salado de la brisa y el aroma acre del humo de los barcos. 

 A lo largo de tantos años de viaje, Marquet regresaba siempre a su observatorio de París, a la ventana de su atelier. Desde allí pintaba el tráfago en torno al Sena con cierta distancia, como viendo pasar la vida sin dejarse arrastrar por ella. Pintaba los puentes y los quais de París, no con la alegría exultante de Monet y Renoir, sino envueltos en una espesa melancolía, como ese Pont Neuf de nieve y bruma, donde los transeúntes, mínimas siluetas, se apresuran por las aceras, pisando la dudosa luz del día.

 
El Cultural

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